Artículo original publicado por Bill Wirtz el 15 de Noviembre 2020.
Traducción de Inglés a Español realizada por Ibidem Group.
Artículo original en Inglés en www.wirtzbill.com
The translation was performed by Ibidem Group.
Los desafíos a los que se tiene que enfrentar el presidente electo de EE. UU, Joe Biden, son impensables desde la perspectiva europea. Biden tiene sobre la mesa un presidente en funciones que pone en duda la legitimidad del resultado, una gran parte de la población que no confía en el proceso democrático, la extrema izquierda de su propio partido, un Senado republicano, la pandemia de COVID-19 y una recesión que ya asoma las orejas. En cuanto a política exterior, la nueva administración tendrá que ocuparse de cuestiones relacionadas con los requisitos para volver a unirse al Acuerdo de París, la reforma de la OMC y de la OMS, los conflictos que tiene abiertos y las guerras comerciales con China y la Unión Europea.
Sin embargo, Biden ha encontrado un hueco en su apretada agenda para meter las narices en el Brexit.
Al igual que Barack Obama y Hillary Clinton, Biden es un firme partidario de la Unión Europea y parece que el tener ascendencia irlandesa le ha motivado también para hablar sobre la salida de Gran Bretaña de la UE. Antes de las elecciones, afirmó que no apoyaría ningún acuerdo comercial con el Reino Unido si se establece una frontera entre Irlanda del Norte, que es parte del Reino Unido, y la República de Irlanda.
La negociación entre el Reino Unido y la UE no ha sido moco de pavo, sobre todo en cuanto a la frontera con Irlanda del Norte. Cuando el Reino Unido abandone el mercado único de la UE, probablemente el 1 de enero, la presencia de controles fronterizos afectará a las relaciones con Irlanda. Para evitar que se complicara el Acuerdo de Viernes Santo de 1998, en el que se incluye como requisito previo evitar establecer una frontera física entre los dos países, se creó el Protocolo de Irlanda e Irlanda del Norte en relación con el Acuerdo de Retirada de Reino Unido de la UE. En él se establece que, en la práctica, Irlanda del Norte sigue permaneciendo en el mercado único de la UE con el objeto de evitar los controles fronterizos para supervisar el pago de impuestos y cumplimiento de las normas. De esta manera, se crea una divergencia normativa entre Gran Bretaña (Escocia, Gales e Inglaterra) e Irlanda del Norte, que, a su vez, dará lugar a controles aduaneros dentro del propio Reino Unido.
Por ahora, no hay diferencias en las normas de Bruselas y Westminster, y una ligera modificación del impuesto sobre las ventas no sería motivo de disputa. Pero ¿qué pasaría si, por ejemplo, Reino Unido permite el cultivo de alimentos modificados genéticamente? La UE es cada vez más sensible a las normas extranjeras que divergen de las suyas. Por ello, todavía no ha querido firmar un acuerdo comercial general con Estados Unidos. Si el Reino Unido cambia significativamente sus normas en materia de agricultura, impuestos o políticas de consumo, volverá a salir a flote el tema de la frontera con Irlanda del Norte.
En septiembre, el gobierno del Primer Ministro del Reino Unido, Boris Johnson, recibió ataques a raíz de la aprobación de un conjunto de leyes en los que se había pasado por alto el Acuerdo de Retirada. Westminster había “establecido” qué productos se podrían importar a la República de Irlanda desde Irlanda del Norte y qué casos subvencionados con ayudas del Estado había que comunicar a la UE, lo que, para Bruselas, supuso una violación del Derecho Internacional.
Aunque la UE y el Reino Unido se han enzarzado en una larga batalla legal y existe la posibilidad de que no se llegue a un acuerdo si fracasa el Acuerdo de Retirada, Biden ya ha elegido en qué bando quiere jugar. Su negativa a firmar un acuerdo comercial presionará considerablemente al gobierno de Johnson e inclinará la balanza a favor de la UE.
Aunque esto va a hacer que a los irlandeses y a los irlandeses americanos se les hinche el pecho, no está tan claro cómo una medida así puede beneficiar a las empresas y consumidores americanos. Un acuerdo comercial entre Reino Unido y Estados Unidos tendría unos beneficios obvios para el sector industrial y de bienes de consumo, sobre todo porque la burocracia de Europa occidental no tiene nada que hacer contra la indulgencia regulatoria y la innovación anglosajonas. En los ocho años que duró la administración Obama, bajo la vicepresidencia de Biden, nunca se consiguió convencer a la Unión Europea para que se uniera a la ATCI (Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión). El año pasado, el Consejo Europeo, que representa a los 27 estados miembros de la UE, declaró que ya no era relevante negociar la entrada en esta asociación.
Biden no consiguió establecer un acuerdo comercial con el Reino Unido cuando era país miembro de la UE, y ahora está poniéndose palos en la rueda apoyando a Bruselas, que sigue sin estar dispuesta a comerciar con Estados Unidos. Biden tardó exactamente cinco minutos en meterse en los asuntos internos del viejo continente y apoyar a uno de los dos bandos, y no solo en el sentido retórico (Trump ha apoyado abiertamente el Brexit). No hay que ser muy listo para saber que no es la mejor forma de hacer amigos a largo plazo al otro lado del charco.
Crucemos dedos para que Biden no intente “solucionarnos” más la vida.